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Cuaderno del Puerto de Santa María II

lunes, 12 de abril de 2010

Es muy posible que debiera haber escrito esto antes pero, entre exámenes que preparar y un fin de semana atareadísimo y muy ocupado viajando (lo que implica estar sin Internet), no he tenido tiempo. Pues bien, empezaré por donde lo había dejado; esto es, el sábado por la mañana. El día comienza como el resto lógicamente, desayunamos en el hotel pero, ya que nos hemos levantado más pronto de lo normal decidimos dar un pequeño paseo por la playa. A pesar del ansia por bañarse de alguno (incluyendo la realización del paseo precedida por la vestidura del traje de baño) el viento de aquella mañana era tal que incluso la arena se levantaba y me hacía temer por el buen funcionamiento de la cámara. Ésto fue lo más valioso del paseo. Los pies los habíamos mojado por primera vez el día anterior en la famosa playa de la Caleta de Cádiz pero en esta ocasión apenas merecieron la pena las fotos (que no es poco).

Una vez echados de la playa (a causa del viento) decidimos continuar con el plan inicial: la visita a Jerez de la Frontera (con J y no con X). Ya era algo tarde tras el paseo y (tras darnos cuenta de que levantarse a las diez y media no era precisamente pronto) decidimos comer a la entrada de esta nueva ciudad, exactamente la antítesis de la visitada el día anterior; tal vez por ello se explique la rivalidad irracional entre gaditanos y jerezanos (aunque no soy precisamente yo el más indicado para hablar de rivalidades irracionales).

La antítesis entre estas dos ciudades no se debe únicamente a la posición de cada una de ellas (en la costa, como puerto estratégico o cerca de ella pero sin mar a su alrededor) sino también a la importancia histórica de cada una de ellas. Al parecer es algo que depende de la época. En algunos momentos una se encuentra por encima y en otros otra aunque, temo tener que reconocer, que Jerez me pareció mucho más desarrollada que Cádiz (a pesar de ser esta capital de provincia).

En fin, no os aburro más con las cavilaciones que aparecieron en mi cabeza a la vuelta de Jerez sino de la visita en sí. Sobre la comida no tengo mucho que decir, fue tal vez la menos destacable de todas las del fin de semana (y mira que es complicado). El monumento que me encanto, y fue la primera visita que hicimos, fue el Alcázar de Jerez. No había oído apenas hablar de él y es muy diferente de su diseño original (debido a la restauración que se ha realizado, etc.) pero, sin embargo, la parte de la mezquita, que es bastante pequeña, aunque acogedora, es preciosa. La propia simplicidad del edificio hace que uno parezca no necesitar más y pueda quedarse observando el Mihrab mientras escucha el dulce sonido del agua en la fuente del pequeño patio anexo. También me parecieron impresionantes los baños árabes y el antiguo molino de aceite que aún se conserva en su totalidad; a pesar de esto, dos cosas llamaron aún más mi atención.

En primer lugar los preciosos jardines llenos de fuentes (por lo menos una docena) y de flores de todos los colores a su alrededor. Mi enhorabuena al jardinero, y a los árabes por meter tanto agua en sus construcciones. Y en segundo lugar, la caja oscura situada en uno de los edificios del conjunto del Alcázar. Es posible que no conozcáis la función de esta sala y yo mismo la desconocía hasta hace dos días; pero el efecto es impresionante. Consiste en recrear una caja oscura (como la de una cámara de fotos por ejemplo) en una pequeña habitación en una zona de altura de una ciudad y, mediante dos lentes y un espejo, ayudados por una pantalla circular de color blanco y que permita su movimiento (con el objetivo de enfocar la imagen), podremos obtener una imagen perfecta de toda la ciudad con una nitidez impresionante y con movimiento. Me pareció impresionante ver la catedral de Jerez y poder distinguir a los pájaros sobrevolando su cúpula o ver a las personas alrededor de los edificios. El hombre encargado de enseñárnosla nos recomendó una para Salamanca, y la verdad es que estaría muy bien; otra cosa es que los de arriba decidan poner la pasta.

El resto de la visita no fue tan emocionante; la vista del exterior de la catedral, un largo paseo por el centro jerezano, incluyendo las cantinas de algún borracho del lugar, y alguna foto que otra; aderezado todo esto por el dulce olor del azafrán que enfrascaba las calles en un ambiente primaveral y en que daban ganas de olvidarse de todo lo demás.

Esa noche, lo siento por los no futboleros, había dos horas reservadas para el llamado "clásico" (aunque un pucela - UDS me parece mucho más emocionante) y sentaron mucho mejor gracias a la enorme amabilidad del camarero del hotel a quien mi padre ya se había "camelado".

Al día siguiente, desayuno y dejar las habitaciones antes de las doce (exactamente a menos cuarto, ni pronto ni demasiado tarde) antes de la hora de dejar la ciudad. Sin embargo, y habiendo estado un fin de semana entero en un lugar, lo lógico era visitar algo más esta ciudad por lo que, el tiempo que aún teníamos antes de la comida decidimos emplearlo en visitar alguno de los monumentos esenciales y ya de paso una de tantas famosas bodegas. Optamos por la bodega en primer lugar (en concreto las bodegas de Osborne), con tal mala suerte que llegamos diez minutos tarde a la última visita. Salimos del lugar decaídos ya que en mi opinión son una de las mejores bodegas del lugar y, además, la presentación parecía cuanto menos emocionante, aunque todavía teníamos la opción de visitar alguno de los monumentos (se nos acababa el tiempo).

Tal vez fue casualidad o quién sabe qué pero terminamos visitando el castillo de San Marcos (que antiguamente había sido una mezquita árabe aunque Alfonso X el Sabio -y qué sabio era-escondió los restos musulmanes tras un tabique y la ocultó tras una iglesia) y, qué casualidad, otra vez estamos con las casualidades, éste es propiedad de la familia Caballero (sí, los del ponche) y nos invitan a una degustación de vino de Jerez. Cuatro de sus cinco variedades y tengo que decir que no decepcionan. Si tuviera que recomendar diría en primer lugar el vino Oloroso; muy parecido al vino de Oporto.

Tras esto, partimos hacia el norte y con ello fuimos abandonando las nubes que habían comenzado a aparecer a lo largo de la mañana; sin embargo esto no era todo. Una ocurrencia de las de mi padre nos llevó a, estando a unos cien kilómetros de Mérida, visitar el monasterio de Tentudía, en la provincia de Badajoz, y que se encuentra en el punto más alto de la misma. Perdimos dos horas del viaje, pero fueron muy bien empleadas. Unas vistas impresionantes y de 360 grados y, lo que es mejor, la mejor comida del fin de semana (lo siento por aquellos a quienes les encante el pescaíto frito): una presa ibérica a la brasa acompañada de patadas medio cocidas medio fritas (de estas de casa) y pimientos y con un vino de la casa con gaseosa para acompañar. Así soy yo, esta es la comida que me gusta, llamarme paleto o burro del norte, pero por muy omnívoro que sea, mi corazón es carnívoro.